Ella abrió la caja y yo le regalé el fuego. En una reunión de cariño y algunos roces, todos buscaban la cúspide. No eran más de las tres de la mañana. Pasados veinte minutos y tras seguir sus consejos, las cosas no habían cambiado. Tiempo después, un error, no sé si físico o no, me hizo reaccionar que no estaba reaccionando. Otra de "las ellas" vino a ayudarme; gritaba y se reía como loca. Me saqué la remera buscando heridas, pero no tenía nada (mejor dicho, no sentía nada). Empecé a buscar rastros de mi pequeño pecado, sin encontrar nada. De repente, cada uno de los sentidos empezó a desaparecer en distinta forma. Intenté pararme sin lograr estabilidad. Al no encontrar a mis piernas de momento (sigo con el gemelo negro), me tire al sillón, que supo como retenerme. Gritaban por todos lados. Reían. Yo de a poco dejaba de verlos. Todo se tornaba rojo, como en esas películas en las que mencionan los mares de sangre. Se me acercaban preocupados, pero yo me daba cuenta. Dejé de escucharlos, como si me encontrara a metros de la superficie dentro de una pileta sin fin. Quise levantarme, pero ninguna extremidad me respondía. Y cuando el cuerpo me decía basta, uno de ellos me llevó algo a la boca. Agua, que preciada que fue en ese momento. Recupere algo el movimiento y empezaron los cambios de sensaciones. Todo lo que había subido a la cabeza, empezaba a recorrer el cuerpo. ¡Era fuego! Me ardía todo, hasta la punta de los pies. Los roces eran como inyecciónes de adrenalina. Me puse en pie sin sentir dolor en el tobillo dañado y corrí al baño. Junté agua alrededor de diez veces y me mojé la cabeza y el torso. Al regresar a la habitación, la preocupación ahora eran risas y preguntas.
Y fue el momento en el que admití que hay algo que no podría controlar.
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1 comentario:
Qué buen texto, me quedé pensando al terminar de leerlo. te felicito
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